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Lo limitado es una mera máscara; lo ilimitable es la única verdad.
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Este es un gran y sagrado misterio. Aunque cada estrella tiene su propio número, todo número es igual y supremo. Cada hombre y cada mujer no sólo son una parte de Dios, sino el Dios Último. "El centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna". La antigua definición de Dios adquiere un nuevo significado para nosotros. Cada uno de nosotros es el Dios Único. Esto sólo puede ser comprendido por el iniciado; uno debe adquirir ciertos estados elevados de conciencia para apreciarlo.
He tratado de exponerlo con sencillez en la nota al último verso. Puedo añadir que en el Trance llamado por mí la "Esponja Estelar" - ver nota al v. 59 - esta aprehensión del Universo es vista como una Visión astral. Comenzó como "Nada con Destellos" en 1916 E.V. por Lake Pasquaney en New Hampshire, U.S.A., y se desarrolló en su totalidad en varias ocasiones posteriores. Cada "Estrella" está conectada directamente con todas las demás estrellas, y siendo el Espacio Sin Límite (Ain Soph) el Cuerpo de Nuith, cualquier estrella es el Centro en la misma medida que cualquier otra. Cada hombre siente instintivamente que es el Centro del Cosmos, y los filósofos se han burlado de su presunción. Pero era él precisamente quien tenía razón. El campesino no es más "insignificante" que el Rey, ni la tierra que el Sol. Cada simple Ser elemental es supremo, el Dios Mismo de Dios Mismo. Ay, en este Libro la Verdad es casi insufriblemente espléndida, pues el Hombre se ha velado demasiado tiempo de su propia gloria: teme el abismo, el Absoluto sin edad. ¡Pero la Verdad le hará libre!
Debe entenderse desde el principio que este libro contiene las claves de todos los conocimientos necesarios para el funcionamiento de las Fórmulas Mágicas del mundo durante el Eón al que da inicio. En este verso tan temprano se da ya una Clave Maestra de las matemáticas y de la metafísica. Al aplicarla a los problemas actuales del pensamiento, se descubrirá que las puertas largamente cerradas se abren de golpe al tocarlas.
Examinemos brevemente las implicaciones de esta afirmación. No debe sorprender que El Libro de la Ley no sólo se anticipe a las conclusiones de los más grandes matemáticos modernos, como Poincaré, sino que las supere. Era necesario que así fuera, para que el libro pudiera ser, sin lugar a dudas, la expresión de una mente dotada de poderes superiores a cualquier mente encarnada.
Puede aclarar el asunto si nos aventuramos a parafrasear el texto. La primera afirmación "Todo número es infinito" presenta, a primera vista, una contradicción en sus términos. Pero eso es sólo debido a la idea aceptada de que un número no es una cosa en sí misma, sino simplemente un término en una serie de carácter homogéneo. Toda la argumentación matemática ortodoxa se basa en definiciones que implican esta noción. Por ejemplo, es fundamental aceptar la identidad de 2 más 1 con 1 más 2. El Libro de la Ley presenta una noción totalmente diferente de la naturaleza del número.
Las ideas matemáticas implican lo que es llamado un continuo, que es, al menos superficialmente, de un carácter diferente al continuo físico. Por ejemplo, en el continuo físico, el ojo puede distinguir entre las longitudes de un palo de una pulgada y un palo de dos pulgadas, pero no entre aquellos que miden respectivamente mil millas y mil millas y una pulgada, aunque la diferencia en ambos casos sea igualmente de una pulgada. La diferencia de una pulgada es perceptible o no perceptible dependiendo de las condiciones. Análogamente, el ojo puede distinguir el palo de una pulgada o el de dos pulgadas de uno de pulgada y media. Pero no podemos continuar este proceso indefinidamente: siempre podemos llegar a un punto en el que los extremos son distinguibles entre sí, pero su media no se distingue de ninguno de los extremos. Así, en el continuo físico, si tenemos tres términos, A, B y C, A parece igual a B, y B a C, y sin embargo C parece mayor que A. Nuestra razón nos dice que esta conclusión es un absurdo, que hemos sido engañados por la tosquedad de nuestras percepciones. Es inútil que inventemos aparatos que aumenten la exactitud de nuestras observaciones, pues aunque nos permitan distinguir entre los tres términos de nuestra serie y restablecer la Jerarquía teórica, siempre podemos continuar el proceso de división hasta llegar a otra serie: A', B', C', donde A' y C' se distinguen entre sí, pero ninguno de ellos es distinguible de B'.
Sobre la base de lo anterior, los pensadores modernos se han esforzado por crear una distinción entre el continuo matemático y el físico, pero debería ser evidente que el defecto en nuestros órganos de los sentidos, que es responsable de la dificultad, revela que nuestro método de observación nos impide apreciar la verdadera naturaleza de las cosas mediante este método.
Sin embargo, en el caso del continuo matemático, su carácter es tal que podemos continuar indefinidamente el proceso de división entre dos expresiones matemáticas cualesquiera, sin interferir en modo alguno con la regularidad del proceso, ni creando una situación en la que dos términos se vuelvan indistinguibles entre sí. El continuo matemático, además, no es una mera cuestión de una serie de números integrales, sino de otros tipos de números que, como los enteros, expresan relaciones entre ideas existentes, pero que no son medibles en términos de esa serie. Tales números son a su vez parte de su propio continuo, que interpenetra la serie de los números enteros sin tocarla, al menos necesariamente.
Por ejemplo: las tangentes de los ángulos formados mediante la separación de dos líneas desde la coincidencia hasta la perpendicularidad, aumenta constantemente desde cero hasta el infinito. Pero casi el único valor integral se encuentra en el ángulo de 45 grados, donde es la unidad.
Se puede decir que hay un número infinito de tales series, cada una de las cuales posee la misma propiedad de divisibilidad infinita. Las noventa tangentes de los ángulos que difieren en un grado entre el cero y el noventa pueden multiplicarse sesenta veces tomando el minuto en lugar del grado como coeficiente de la progresión, y éstas de nuevo sesenta veces introduciendo el segundo para dividir el minuto. Y así ad infinitum.
Todas estas consideraciones dependen de la suposición de que todo número no es más que la afirmación de una relación. La nueva noción, indicada por El Libro de la Ley, no contradice, por supuesto, el punto de vista ortodoxo, pero lo completa de la manera más importante en la práctica. Un estadístico que calculara la tasa de natalidad del siglo XVIII no haría mención especial al nacimiento de Napoleón. Esto no invalidaría sus resultados, pero demuestra cuán sumamente limitado sería su alcance incluso con respecto a su propio objeto, ya que el nacimiento de Napoleón tuvo más influencia en la tasa de mortalidad que ningún otro fenómeno incluido en sus cálculos.
Es necesaria una breve digresión. Es posible que algunos todavía no lo sepan, pero las ciencias matemáticas y físicas no se ocupan en ningún sentido de la verdad absoluta, sino sólo de las relaciones entre los fenómenos observados y el observador. La afirmación de que la aceleración de los cuerpos que caen es de treinta y dos pies por segundo, en el mejor de los casos no es más que una tosca aproximación. En primer lugar, se aplica a la Tierra. Como la mayor parte de la gente sabe, en la Luna la velocidad es sólo una sexta parte. Pero, incluso en la Tierra, difiere de manera notable entre los polos y el ecuador, y no sólo eso, sino que se ve afectada por un asunto tan pequeño como la vecindad de una montaña.
También es inexacto hablar de "repetir" un experimento. Las condiciones exactas nunca se repiten. No se puede hervir el agua dos veces. El agua no es la misma, y el observador no es el mismo. Cuando un hombre dice que está sentado y quieto, olvida que está girando en el espacio con una rapidez vertiginosa.
Posiblemente sean tales consideraciones las que llevaron a los pensadores anteriores a admitir que no había ninguna expectativa de encontrar la verdad en ninguna otra cosa que no fueran las matemáticas, y supusieron precipitadamente que la aparente ineluctabilidad de sus leyes constituía una garantía de su coherencia con la verdad. Pero las matemáticas son enteramente una cuestión de convención, no menos que las reglas del Ajedrez o del Bacará. Cuando decimos que "dos líneas rectas no pueden encerrar un espacio", lo único que queremos decir es que somos incapaces de concebir que lo hagan. La verdad de la afirmación depende, en consecuencia, de la verdad de la hipótesis de que nuestras mentes dan testimonio de la verdad. Sin embargo, el loco puede ser incapaz de pensar que no es víctima de una misteriosa persecución. No encontramos ningún motivo para creerle. Es inútil responder que las verdades matemáticas reciben el consenso universal, porque no es así. Es necesario un elaborado y tedioso entrenamiento para persuadir incluso a las pocas personas a las que enseñamos acerca de la verdad de los teoremas más simples de la Geometría. Son muy pocas las personas vivas que están convencidas -o que son siquiera conscientes- de los resultados más recónditos del análisis. No es una réplica a esta crítica decir que todos los hombres pueden ser convencidos si están lo suficientemente entrenados, porque ¿quién puede garantizar que tal entrenamiento no deforma la mente?
Pero una vez eliminadas estas objeciones preliminares, nos encontramos con que la naturaleza del enunciado en sí no es, ni puede ser, más que un enunciado sobre las correspondencias entre nuestras ideas. En el ejemplo elegido, tenemos cinco ideas: la de dualidad, la de rectitud, la de línea, la de recinto y la de espacio. Ninguna de ellas es más que una idea. Cada una de ellas carece de sentido hasta que es definida como correspondiente en cierta forma a otras ideas. No podemos definir ninguna palabra, sino identificándola con dos o más palabras igualmente indefinidas. Definirla con una sola palabra constituiría evidentemente una tautología.
Nos vemos así obligados a concluir que toda investigación puede ser estigmatizada como obscurum per obscurius. Lógicamente, nuestra situación es aún peor. Definimos A como BC, donde B es DE, y C es FG. No sólo el proceso aumenta a cada paso el número de nuestras incógnitas en progresión geométrica, sino que finalmente debemos llegar a un punto en el que la definición de Z implique el término A. No sólo todo argumento está confinado dentro de un círculo vicioso, sino que también lo está la definición de los términos en los que debe basarse cualquier argumento.
Podría suponerse que la cadena de razonamiento anterior hace imposible toda conclusión. Pero esto sólo es cierto cuando investigamos la validez última de nuestras proposiciones. Podemos confiar en que el agua hierve a 100 grados centígrados, aunque, respecto a la exactitud matemática, el agua nunca hierva dos veces precisamente a la misma temperatura, y aunque, lógicamente, el término agua sea un misterio incomprensible.
Retomando nuestro supuesto axioma, dos líneas rectas no pueden encerrar un espacio. Ha sido uno de los descubrimientos más importantes de la matemática moderna que esta afirmación, incluso si asumimos la definición de los diversos términos empleados, es estrictamente relativa, no absoluta; y que el sentido común es impotente para confirmarla como sucede con el caso del agua hirviendo. En efecto, Bolyai, Lobatschewsky y Riemann han demostrado de manera concluyente que se puede erigir un sistema geométrico consistente sobre cualquier axioma arbitrario. Si uno eligiera suponer que la suma de los ángulos interiores de un triángulo es mayor o menor que dos ángulos rectos, en lugar de ser igual a ellos, podríamos construir dos nuevos sistemas de Geometría, cada uno de ellos perfectamente coherente consigo mismo, y no tendríamos ningún medio para decidir cuál de los tres representa la verdad.
Podría ilustrar este punto con una sencilla analogía. Estamos acostumbrados a afirmar que vamos de Francia a China, una forma de expresión que supone que esos países son estacionarios, mientras que nosotros somos móviles. Pero el hecho podría expresarse igualmente diciendo que Francia nos dejó y China vino a nosotros. En ninguno de los casos hay implicación alguna de movimiento absoluto, ya que no se tiene en cuenta el recorrido de la tierra a través del espacio. Nos referimos implícitamente a un estándar de reposo que, de hecho, sabemos que no existe. Cuando digo que la silla en la que estoy sentado ha permanecido inmóvil durante la última hora, sólo quiero decir "inmóvil respecto a mí y a mi casa". En realidad, la rotación de la tierra la ha alejado más de mil millas, y el curso de la tierra unas setenta mil millas, respecto a su posición anterior. Lo único que podemos esperar de cualquier afirmación es que sea coherente con respecto a una serie de supuestos que sabemos perfectamente que son falsos y arbitrarios.
Aquellos que no han analizado la naturaleza de las pruebas suelen imaginar que nuestra experiencia proporciona un criterio para determinar cuál de las posibles representaciones simbólicas de la Naturaleza es la verdadera. Suponen que la Geometría Euclidiana es conforme a la Naturaleza porque las medidas reales de los ángulos interiores de un triángulo nos dicen que su suma es de hecho igual a dos ángulos rectos, tal como Euclides nos dice que las consideraciones teóricas afirman que es así. Olvidan que los instrumentos que utilizamos para nuestras mediciones se conciben a su vez como conformes a los principios de la geometría euclidiana. En otras palabras, miden diez yardas con un trozo de madera del que realmente no saben nada, excepto que su longitud es la décima parte de las diez yardas en cuestión.
La falacia debería ser evidente. La reflexión más ordinaria debería dejar claro que nuestros resultados dependen de todo tipo de condiciones. Si preguntamos: "¿Cuál es la longitud del hilo de mercurio en un termómetro?", sólo podemos responder que depende de la temperatura del instrumento. En efecto, juzgamos la temperatura por la diferencia de los coeficientes de dilatación debida al calor de las dos sustancias, el vidrio y el mercurio.
Asimismo, las divisiones de la escala del termómetro dependen de la temperatura de ebullición del agua, que no es una cosa fija. Depende de la presión de la atmósfera terrestre, que puede variar (según el tiempo y el lugar) en más de un veinte por ciento. La mayoría de las personas que hablan de "exactitud científica" ignoran en gran medida este tipo de hechos fundamentales.
Se dirá, sin embargo, que habiendo definido la yarda como la longitud de una determinada barra depositada en la Casa de la Moneda de Londres, bajo determinadas condiciones de temperatura y presión, estamos al menos en condiciones de medir la longitud de otros objetos por comparación, directa o indirecta, con ese patrón. A grandes rasgos, este es el caso. Pero si ocurriera que la longitud de las cosas en general se redujera a la mitad o se duplicara, no podríamos percatarnos de este hecho. Las mismas consideraciones se aplican al resto de supuestas leyes de la Naturaleza. No tenemos ningún medio para determinar siquiera una cuestión tan sencilla como la de si uno de dos acontecimientos ocurre antes o después que el otro.
Pongamos un ejemplo. Es bien sabido que la luz del sol necesita unos ocho minutos para llegar a la tierra. Los fenómenos simultáneos en los dos astros parecerían, pues, estar separados en el tiempo en esa medida; y, desde el punto de vista matemático, la misma discrepancia existe teóricamente, incluso si suponemos que los dos astros en cuestión están sólo alejados unas yardas el uno del otro. Consideraciones recientes sobre estos hechos han mostrado la imposibilidad de determinar el hecho de la prioridad, de modo que puede ser tan razonable afirmar que una puñalada es causada por una herida como a la inversa. Lewis Carroll tiene una divertida parábola en este sentido en "A Través del Espejo", obra que, por cierto, junto con su predecesora, está repleta de ejemplos de paradojas filosóficas.
Ahora podemos regresar a nuestro texto, "Todo número es infinito". El hecho de que todo número sea un término en un continuo matemático ya no es una definición más adecuada que si describiéramos un cuadro como Número Tal-y-Tal en el catálogo. Cada número es una cosa en sí misma, y posee un número infinito de características que le son propias.
Consideremos, por un momento, los números 8 y 9. El 8 es el número de cubos cuyas aristas miden una pulgada que caben en un cubo cuyas aristas miden dos pulgadas; mientras que el 9 es el número de cuadrados cuyos lados miden una pulgada de largo que caben en un cuadrado cuyos lados miden tres pulgadas de largo. Hay una especie de correspondencia recíproca entre ellos en este sentido.
Sumando uno a ocho obtenemos nueve, de modo que podríamos definir la unidad como aquello que tiene la propiedad de transformar una expansión tridimensional de dos en una expansión bidimensional de tres. Pero si añadimos la unidad a nueve, la unidad aparece como aquello que tiene el poder de transformar la expansión bidimensional de tres antes mencionada en un mero oblongo que mide 5 por 2. La unidad aparece así como poseyendo dos propiedades totalmente diferentes. ¿Debemos concluir entonces que no es la misma unidad? ¿Cómo hemos de describir la unidad, cómo conocerla? Sólo mediante la experimentación podemos descubrir la naturaleza de su acción sobre un número cualquiera. En ciertos aspectos menores, esta acción presenta una regularidad. Sabemos, por ejemplo, que transforma uniformemente un número impar en uno par, y viceversa, pero eso es prácticamente el límite de lo que podemos predecir en cuanto a su acción.
Podemos ir más allá y afirmar que cualquier número posee esta infinita variedad de poderes para transformar cualquier otro número, incluso mediante el proceso primitivo de la suma. Observamos también cómo la manipulación de dos números cualesquiera puede disponerse de modo que el resultado sea inconmensurable respecto de ambos, o incluso de modo que se creen ideas de carácter totalmente incompatible con nuestra noción original de los números como una serie de enteros positivos. Obtenemos expresiones irreales e irracionales, ideas de un orden totalmente distinto, mediante una yuxtaposición muy sencilla de entidades tan aparentemente comprensibles y comunes como los números enteros.
De estas diversas consideraciones sólo se puede extraer una conclusión. Es que la naturaleza de cada número es una cosa peculiar a sí misma, una cosa inescrutable e infinita, una cosa inexpresable, incluso si pudiéramos entenderla.
En otras palabras, un número es un alma, en el sentido apropiado del término, un elemento único y necesario en la totalidad de la existencia.
Ahora podemos pasar a la segunda frase del texto: "no hay diferencia". El estudiante debe darse cuenta inmediatamente de que esto es, a primera vista, una contradicción absoluta con todo lo que se ha dicho anteriormente. ¿Qué hemos hecho sino insistir en la diferencia fundamental entre dos números cualesquiera, y mostrar que incluso su relación secuencial es poco más que arbitraria, siendo más que otra cosa una forma conveniente de considerarlos con el fin de coordinarlos con nuestro entendimiento? Siguiendo un principio similar, numeramos los vehículos públicos o los teléfonos sin que ello implique siquiera que formen una secuencia necesaria. La denominación no denota nada más allá de la pertenencia a una determinada clase de objetos, y de hecho se elige expresamente para evitar enredarse en consideraciones sobre cualquier característica del individuo así designado, salvo esa somera designación.
Cuando se dice que no hay diferencia entre los números (pues creo que es en este sentido que debemos entender la frase), hemos de examinar el significado de la palabra "diferencia". La diferencia es en primer lugar la negación de la identidad, pero la palabra no se aplica adecuadamente para discriminar entre objetos que carecen de similitud. En la vida práctica uno no pregunta: "¿Cuál es la diferencia entre una yarda y un minuto?" Lo que preguntamos es la diferencia entre dos cosas del mismo tipo. El Libro de la Ley trata de enfatizar la doctrina de que cada número es único y absoluto. Sus relaciones con otros números son, por tanto, de naturaleza ilusoria. Son las formas de presentación bajo las cuales percibimos sus semejanzas; y resulta de suma importancia darse cuenta de que estas semejanzas sólo señalan la naturaleza de las realidades que hay detrás de ellas de la misma manera que los grados en una escala termométrica indican calor. Es muy poco filosófico decir que 50 grados centígrados es más caliente que 40 grados. Los grados de temperatura no son más que convenciones que hemos inventado para describir estados físicos de un orden totalmente distinto; y, aunque el calor de un cuerpo pueda considerarse como una propiedad inherente al mismo, nuestra medida de ese calor no le concierne en absoluto.
Utilizamos los instrumentos de la ciencia para conocer la naturaleza de los diversos objetos que deseamos estudiar; pero nuestras observaciones nunca revelan la cosa tal como es en sí misma. Sólo nos permiten comparar las experiencias desconocidas con otras conocidas. El uso de un instrumento implica necesariamente la imposición de convenciones ajenas. Para tomar el ejemplo más sencillo: cuando decimos que vemos una cosa, sólo queremos decir que nuestra conciencia se ve modificada por su existencia según una disposición particular de lentes y otros instrumentos ópticos, que existen en nuestros ojos y no en el objeto percibido. Así también, el hecho de que la suma de 2 y 1 sea tres, no nos proporciona más que un único enunciado de relaciones que son sintomáticas de la presentación ante nosotros de dichos números.
No tenemos, pues, ningún medio para determinar la diferencia entre dos números cualesquiera, salvo en lo que se refiere a una relación particular y muy limitada. Además, teniendo en cuenta la infinitud de cada número, no parece improbable que las diferencias aparentes que observamos tiendan a desaparecer con la desaparición de las condiciones arbitrarias que les atribuimos para facilitar, según pensamos, nuestro examen. También podemos observar que cada número, siendo absoluto, es el centro de su universo, de modo que todos los demás números, en la medida en que están relacionados con él, son sus apéndices. Cada número es, pues, la totalidad del universo, y no puede haber ninguna diferencia entre uno y otro universo infinito. El triángulo ABC puede parecer muy diferente desde los puntos de vista de A, B y C respectivamente; cada punto de vista es verdadero, absolutamente; y aun así, es el mismo triángulo.
La anterior interpretación del texto es de un carácter revolucionario, desde el punto de vista de la ciencia y de las matemáticas. La investigación por las líneas aquí expuestas conducirá a la solución de los graves problemas que durante tanto tiempo han desconcertado a las mentes más grandes del mundo, a causa del error inicial de situarlos en vías que implican una autocontradicción. El intento de descubrir la naturaleza de las cosas mediante el estudio de las relaciones entre ellas es precisamente paralelo a la ambición de obtener un valor finito de Pi. Nadie quiere negar el valor práctico de las limitadas investigaciones que durante tanto tiempo han preocupado a la mente humana. Pero sólo ha sucedido recientemente que hasta los mejores pensadores han comenzado a reconocer que su trabajo sólo era relevante dentro de una cierta estructura. Pronto se admitirá por todas partes que el estudio de la naturaleza de las cosas en sí mismas es un trabajo para el que la razón humana es incompetente; pues la naturaleza de la razón es tal que siempre debe formularse en proporciones que se limitan a aseverar una relación positiva o negativa entre un sujeto y un predicado. Los hombres serán así conducidos al desarrollo de una facultad, superior a la razón, cuya aprehensión es independiente de las representaciones jeroglíficas de las que la razón se sirve tan vanamente. Este será entonces el fundamento de la verdadera ciencia espiritual que es la tendencia adecuada de la evolución del hombre. Esta ciencia aclarará, sin reemplazarla, a la antigua; pero liberará a los hombres de la esclavitud de la mente, poco a poco, tal como la antigua ciencia los ha liberado de la esclavitud de la materia.
Esta ciencia es el estudio apropiado y particular de los iniciados, y sus principios están formulados en El Libro de la Ley. Por lo tanto, puede considerarse que este Libro presenta una absoluta revolución en los asuntos humanos, ya que hace avanzar a la humanidad de la manera más radical. El camino para alcanzar la autorrealización se abre como nunca antes se había hecho en la historia del planeta.
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